
Mi cuerpo, testigo constante del tiempo, capullo que esconde la verdadera identidad de la niña solitaria y soñadora, de la joven mujer, de la futura procreadora, y esperanzada anciana.
Cuerpo evolucionado de huesos, a carnes un tanto mal distribuidas, conformadas por el cabello; follaje cambiante con cada estación. Una frente prédica de lo vivido, libro donde se escriben las más sublimes arrugas. Cejas, armas letales de expresión, vivos arcos triunfales de gestos congruentes. Mis ojos, ventanas hacia lo invisible enmarcados por oscurecidas cuencas que simulan noches en vela o pesados años. Una nariz aguileña, herencia única de mi padre. Estos labios con una sonrisa exageradamente natural son fuente de viscosas palabras. Este cuello, piedra cargada que la rutina me hace olvidar. Dos manos, reclamo de lo propio, dos lijas trabajadas. Corazón, un tanto indeciso en descubrirse o enterrarse más bajo la carne. Angostas caderas, débil sendero curvado que pocos han de caminar. Mis piernas, gotas danzantes, nocturnas bailarinas ante la expectante mirada de la luna. Necias rodillas, agraciada humildad, hínquense ante lo divino. Sabios pies, equipo perfecto, un dar, un recibir a cada paso.
Espíritu, protagonista constante del tiempo, vive en la magia, sueña en la realidad.
Un cuerpo, máquina de órganos desde donde le tocó a mi alma actuar, cicatrices físicas y espirituales que moldean un producto aún no terminado…
¡Ya se puede comentar! Wajú.
Tasta
lunes, febrero 20, 2006 1:38:00 p.m.